lunes, 26 de septiembre de 2016

Ercole Lissardi - AGUJERO NEGRO -

Kazimir Malevich no estaba en mi agenda. Aunque cuando uno está muy metido en sus propios rollos descubre que, en realidad, todo tiene que ver con todo. “El mundo de los mitos también es redondo”, como decía Lévi-Strauss. De manera que ¿por qué Malevich no tendría algo que decirme?

Por supuesto que nadie razonable necesita de estos argumentos para no perderse un acontecimiento tan extraordinario –especialmente para los estándares de la vida culta rioplatense- como lo es la retrospectiva de la obra de Malevich que ofrece la Fundación Proa. En lo que sigue pongo por escrito mis impresiones antes de entregarme a las promesas del voluminoso catálogo de la exposición.


En la primera sala nos recibe el joven Kazimir, sometiéndose –más o menos talentosamente- a la variedad de las influencias de la pintura europea moderna de fines del siglo XIX y comienzos del XX: impresionismo, puntillismo, expresionismo, cezanismo, cubismo, abstraccionismo kandiskiano, futurismo, etc. Así era, casi inevitablemente, para la mayoría de los pintores inquietos de su generación, tanto en las metrópolis como en las periferias. Recuerdo, por ejemplo, el caligrafismo prolijo hasta el virtuosismo del primer Diego Rivera. Joaquín Torres García agregaría al menú de sus influencias al mismo Malevich.

Después, en la segunda sala, ya metido Malevich en la creación de su propio nicho –perdón, quise decir: su propio ismo-, el suprematismo… ¡paf! comparece la Bestia Negra (negra, indeed).

Cuadrado Negro, 1915 

A saber lo que signifique Suprematismo más allá de la verborrea de los Manifiestos. Supuestamente sería la suprema –por absoluta e insuperable, términos recurrentes de la mentalidad vanguardista- manera que Malevich y los suyos –armados con los chirimbolos de la geometría- encontraron de liberar al Arte de cualquier relación con la realidad “objetiva”… Ándele pues: eran los tiempos de la voluntad empecinada de cambiar al mundo y a todo lo que viniera con él.

Fuera lo que fuese el suprematismo por lo menos sirvió de trampolín a Malevich para devenir “tel qu’en lui même l’éternité le change”. Porque de pronto, de entre los juguetes geometristas más o menos similares a los de cualquier vanguardia de la época, comparece, con toda su brutal y terminal expresividad, Su Majestad el Cuadrado Negro. Y entonces no sólo la realidad “objetiva” sino también el tracatraca vanguardista cesan ante su presencia soberana. Algo se rompió y cesó en la historia de la pintura de Occidente cuando el Cuadrado Negro de Malevich llenó casi completamente el blanco de la tela. Ahí es donde todo cesa y se acaba. La última pintura ha sido pintada.

Lo primero que uno comprende, o más exactamente, intuye al ver esta tela de Malevich es que a esa tela no se llega razonando, no se llega rumiando ideas y conceptos. Y si se llega así, entonces no se la pinta. El Cuadrado Negro es algo que le sucede al pintor, es algo que se le impone. El Cuadrado Negro obliga al lector a pintarlo sin la menor noción de lo que está haciendo, porque si supiera qué está haciendo se cagaría del susto y abandonaría la tarea.

Ni antes ni durante ni después el Cuadrado Negro tiene nada que ver con la conciencia del que lo pinta. Malevich le sirvió al Cuadrado Negro de pararrayos, de terreno apto para la hipóstasis, para encarnar en la real realidad. El Cuadrado Negro encontró en Malevich la absoluta disponibilidad, la ausencia de ego y de estilo, y el deseo total de absoluto necesarios para que cometiera la insensatez de dejarse seducir, de pintarlo, de someterse a la tiranía del cuadrado y a la tiranía del negro, de plantar el Cuadrado Negro sobre el blanco de la tela.

Por intermedio de Malevich el Cuadrado Negro aterrizó, encarnó porque ya era hora de que compareciera ante los hombres para que lo último que puede ser dicho pintando, fuera dicho.

De más está decir que sin el Cuadrado Negro Malevich no es nada. Después del Cuadrado Negro es muy poco. Pero con el Cuadrado Negro Malevich es insoslayable. Así es que sucede, en el mejor de los casos: el artista produce inconscientemente, sólo guiado por la oscuridad de su deseo, un arquetipo que resulta, de una vez y para siempre ineludible, y que le paga el parto con un cachito de eso que el artista cree que es la Eternidad.

Malevich no supo sacar ninguna conclusión artística del Cuadrado Negro. No se atrevió a hacer nada con él. Pintó una gran cruz negra y un gran círculo negro que no son, por supuesto, más que parodias del Cuadrado Negro.


Golpeado por uno de los gestos más terribles y precisos jamás producidos en la historia del arte, cargadas sus espaldas con la responsabilidad de semejante gesto pictórico, Malevich no encontró en sí el sentido épico necesario para encarar las consecuencias, se apeó de las consecuencias, y con humildad un poco pueril regresó al caligrafismo. Su obra posterior juega con Léger, retrocede hasta Cézanne otra vez y por el placer de regresar intentó alcanzar las orillas seguras del realismo renacentista. Después se apagó, tan pronto como pudo, apenas a los 57 años de su edad.

Carpintero, 1928-1929 
Retrato de la esposa del artista, 1934 
Hoy en día, cuando ningún –o cualquier- radicalismo artístico vale un cacahuate, es muy difícil imaginar la lucha solitaria, a brazo partido, como la de Jacob con el Ángel, la lucha de Malevich intentando no pintar el Cuadrado Negro. Intentando evitar, tan suprematista como se sintiera, que fuera su propia mano la que le pusiera el punto final al noble arte de la pintura. Porque una cosa es resistirse a pintar como y para los burgueses, y otra muy distinta es ser el responsable de pintar, uno mismo, la pintura final.



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Reportaje gráfico: Ana Grynbaum

Fotografía adicional: Marcelo Bonaldi 

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