viernes, 20 de mayo de 2016

Ercole Lissardi -DE LA PENETRACIÓN ANAL-

De entre la prensa internacional referente a la Feria del Libro de Buenos Aires 2016, recojo este artículo del Dr. Jonas Bargfeld, quien escribe para la "Rheinische Presse":


Por demás recomendable resulta la "Antología del culo", de Adrián Melo (Aurelia Rivera Libros, 2015). La selección de textos es cuidadosa y la introducción presenta tópicos aptos para despertar la curiosidad y el deseo de profundización del lector.

Mi única objeción es que debiera de haberse completado el título con la expresión “en la homosexualidad masculina”. En efecto, esta antología deja afuera sin aviso –esperemos que para mejor ocasión- el deseo lésbico de penetración anal y el deseo de penetración anal en el abrazo heterosexual.

De más está decir que una antología de relatos de deseo anal debiera de aspirar a facilitarnos la comprensión de la naturaleza de ese deseo, no por muy frecuentado menos misterioso. ¿Qué se desea cuando se desea penetrar el culo de alguien, o cuando alguien desea que otro lo penetre por el culo? No es cosa sencilla facilitar esta comprensión.

La gran mayoría de los relatos de este tema (de todo tema sexual, en realidad) no va más allá de la minuciosidad en el detalle de los hechos, aderezada con loas a la belleza del esfínter o del apéndice implicados, y con exaltadas apreciaciones del placer alcanzado en el intercambio, con lo que poco se agrega a la comprensión del deseo en cuestión. De la gran mayoría de los relatos de este tema cabe también decir que son mucho más abundantes los que dan cuenta del deseo de penetrar por el ano que los que dan cuenta del simétrico deseo de ser penetrado.

Está claro, en todo caso, que un culo no es más que un culo, y que, como toda sección del cuerpo humano, cuanto más de cerca se lo observa más feo parece, a punto tal que puede pasar de lo meramente animal a lo monstruoso. No es menos cierto que el placer –en sentido estricto, o sea placer físico, por oposición a dolor- que puede encontrarse en la penetración anal, por más lubricantes que se empleen, queda supeditado a las peculiaridades anatómicas de los copulantes, así como a la conciencia que se conserve, durante el acto, del uso habitual del conducto implicado. Tanto para el que penetra como para el penetrado puede tratarse de un placer celestial, o mucho menos, aunque habitualmente no supere el quantum de placer que es posible darse con la mano (masturbatio).

A menudo –casi diría que idealmente- el que penetra encuentra su placer en la estrechez del conducto penetrado, y el que es penetrado encuentra simétricamente su placer en la sensación de ser abierto, al punto de disolvérsele toda resistencia o pesantez del cuerpo. Está claro que la condición para el placer, en el primer caso, sería estar harto de conductos demasiado trajinados, ya flojos, mientras que la condición del placer, en el segundo caso, sería estar harto de miembros que se encuentra demasiado pequeños o inconsistentes.

Entiendo que ni la belleza del ano o del miembro, ni la cualidad excepcional del placer que proporcionan interactuando, son lo que dispara el deseo de penetración anal. Pero entonces ¿qué es lo que dispara, y con tanta intensidad, un deseo que, bien mirado, no parece razonable?

Me parece que hay que comenzar por diferenciar ese deseo en el caso de la homosexualidad masculina –dejemos por el momento de lado el caso de la homosexualidad femenina- y en el caso de la heterosexualidad.

Una cosa es evidente: está claro que si la homosexualidad masculina –a imitación inevitablemente de la heterosexualidad (imitación tan inevitable como lo es la adhesión a la institución matrimonial)- necesita del abrazo y de la posesión del otro por medio de la penetración, no tiene más alternativa para esos fines que recurrir al culo. Pero en la restricción que significa una sola alternativa, está también su ventaja –por llamarlo así- respecto de la heterosexualidad: porque dos son los culos disponibles. Por consiguiente, aunque sólo sea por el culo, se da, pero también se recibe. Podemos decir, quizá, que por ello la experiencia del abrazo homosexual, en tanto penetración, es más completa.

Si analizamos la situación en el caso de la heterosexualidad vemos que para el que penetra es una alternativa, ya que son dos los orificios disponibles –por lo demás, oportunamente muy cercanos. Es la ventaja del abrazo heterosexual: el diálogo entre una y otra alternativa. Pero en el abrazo heterosexual uno solo es el que da y uno solo recibe, y, por consiguiente, la experiencia de este abrazo en tanto penetración es, podríamos decir, menos completa.

Si tomamos en consideración en su conjunto las dos situaciones comparadas –la del deseo anal en la homosexualidad masculina y en la heterosexualidad- una cosa salta a la vista, a saber: que la práctica de la penetración en la heterosexualidad posee un potencial de transgresión mayor que la práctica de la penetración en la homosexualidad masculina. En efecto: en el abrazo heterosexual hay un orificio que sería, digamos, el adecuado para la práctica de la penetración (limpio, indoloro, productivo), y otro que sería, en principio, el no adecuado. Esto no sucede en el abrazo homosexual masculino. No hay alternativa. No es posible transgredir la norma, el hábito, lo conveniente. En el abrazo heterosexual la alternativa transgresora está siempre disponible, a menudo indefensa y desprevenida, como dijimos a sólo centímetros de la alternativa adecuada y correcta. No han faltado casos en que por puro accidente, sin intención alguna, la práctica de penetración ha derivado inadvertidamente –las armas las carga el diablo- hacia la alternativa no adecuada o incorrecta, iniciando en la transgresión a quien no se interesaba en ella.

¿Debiera a esta altura de mis reflexiones concluir que la práctica de la penetración anal implica, estructuralmente, en el deseo homosexual masculino un deseo de normalidad mientras que en el deseo heterosexual define un deseo de transgresión? Parece ser así desde cierto punto de vista. Pero esta conclusión ¿nos ayuda a comprender la naturaleza del deseo anal en sí mismo, en el caso de que se lo pueda considerar en sí mismo? ¿O sólo puede ser considerado en circunstancias concretas como lo son el abrazo homosexual masculino o el abrazo heterosexual?

¿Es suficiente esta explicación según la cual en la mente de los homosexuales masculinos que se abrazan flashea como en un neón, aunque subliminalmente, la palabra normalidad, mientras que en la del heterosexual flashea la palabra transgresión?

Los homosexuales masculinos se penetran mutuamente y luego van a buscar el producto al asilo de huérfanos. Los heterosexuales encuentran en la penetración anal la libertad sexual que sólo puede darles la perfecta esterilidad.

En la penetración vaginal los heterosexuales viven el abrazo como un cargarse con el poder de la vida. El abrazo vaginal perfecto –aunque se hayan tomado las precauciones para no procrear- se vive como un ritual de fertilidad. La pareja vaginal es la pareja cósmica, y a través de ella pasa el hilo de la vida. El abrazo anal de la pareja heterosexual es un rito de muerte en el que se goza en ser usada en el dolor y en la ignominia, y en el que se clava cae, roído por una furia insana, en un abismo oscuro y sin fondo.

¿Entonces? ¿Vida y muerte? ¿El deseo anal es un deseo de muerte? ¿Los homosexuales masculinos que se penetran el uno al otro se dan mutuamente la muerte, no importa con cuánto amor lo hagan? En estas breves notas por lo menos espero haber dejado planteado claramente que el abrazo anal en la homosexualidad masculina y en la heterosexualidad exigen diferenciaciones, tratamientos diversos.

Hay aspectos del comercio anal heterosexual que de ninguna manera –creo- pueden trasladarse al deseo entre homosexuales hombres. Por ejemplo: en los tiempos de permisividad que corren la edad de debut sexual es cada vez más baja. Por supuesto que aquello de llegar virgen al matrimonio no corre más. De hecho es cada vez más raro que se llegue virgen aunque sea al primer amor. Una consecuencia de esto es la tendencia a tomar la decisión de guardar virgen por lo menos el culo para la persona identificada como el amor verdadero o por lo menos el adecuado para el matrimonio. “¿Nunca, nunca te hicieron el culo?” pregunta él, temblando de emoción y de ilusión, al encontrarse inesperadamente con algo que considera un maravilloso obsequio. Por supuesto que fingir la pérdida de la virginidad del culo es bastante más fácil que fingir el desgarramiento del himen –en el primer caso, normalmente no se pide sangre.

Sin necesidad de intentar hacer pie en el resbaladizo terreno de las virginidades reales o hipotéticas, la mayoría de los fulanos heterosexuales se considera satisfecho con, tarde o temprano, llegar a la penetración anal –así sea por única vez debido a la falta de actitud. Es como si poco a poco se fuera convirtiendo en regla el axioma canalla según el cual “No te cogiste verdaderamente a una mujer hasta que no te la cogiste por el culo”. Apenas logrado el objetivo, antes mismo de ir al baño a lavarse, el tipo piensa, aunque no dice –a menos que se trate de una complicidad muy sutil o muy grosera: “Ahora que te lo rompí, si querés irte, ándate, la puerta está sin llave”.

Quienes piensen que mi modesta contribución al espinoso tema del uso del culo en la sexualidad humana es delirante, disparatada o simplemente reaccionaria, convendría que tengan en cuenta mi opinión acerca del uso de pantalones por las mujeres. Inevitablemente, cuando veo a una mujer vistiendo pantalones, sean estos amplios o apretados, cortos o acampanados, veraniegos o invernales, pienso: “Qué horror, cómo se nota que le falta eso”. Me resulta evidente que el frente del pantalón que tiene puesto una mujer se ve vacío. Fíjese y compruébelo usted mismo. A veces se necesita una mirada ingenua para detectar verdades que están demasiado a la vista. Esta constatación recurrente me ha llevado a la conclusión siguiente: que las mujeres, lo sepan o no –y muchas lo saben-, se ponen pantalones para parecer hombrecitos, pero inofensivos, sin eso. Que Dios nos ampare del retorcido espíritu de seducción que ni por un momento deja de animarlas, y que no se priva de maña alguna para lograr sus objetivos.

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