viernes, 3 de julio de 2015

Ana Grynbaum - El poder del perdón: La tempestad –

Algunas palabras han quedado tan fuertemente asociadas a ciertas ideologías que prácticamente las hemos expulsado de nuestro vocabulario por considerarlas sospechosas. Sin embargo, renunciar a ellas implica perder la posibilidad de pensar cuestiones importantes. Algunos de estos términos peligrosos, como “perdón” y “poder”, exigen ser leídos en contextos ajenos a las instituciones que, en el discurso hegemónico, se han apropiado de ellos. Hacerlo es una forma de robar las armas.



Shakespeare: La Tempestad 


Primera edición de la La tempestad,
 1623

Cuando en el desenlace de La Tempestad, cuyo verdadero protagonista es la magia y la pregunta por la realidad ontológica no cesa de plantearse, se perdona a los enemigos, este perdón puede ser leído como un maquillaje cristiano destinado a disimular la importancia de todos los seres sobrenaturales paganos que pulularan por el escenario. De hecho, en el epílogo, el personaje principal, Próspero, tras renunciar a sus poderes mágicos –que ya no necesita- pide la indulgencia del público a través del aplauso. Pero si tal maquillaje efectivamente tuvo lugar, la capa de make-up resulta muy finita en comparación con la verdadera dimensión del perdón en este texto shakespeareano. 

A Próspero, Duque de Milán, le usurparon el ducado. Antonio, su hermano, es el autor de la traición. Próspero es arrojado al mar, en una barca ruinosa, junto con su hija, Miranda. Todo está dado para que perezcan ahogados. Pero gracias a los oficios de un alma caritativa -Gonzalo- Próspero lleva consigo sus libros, los libros de la Magia. Contra toda predicción, como por milagro, logran llegar a tierra, aunque sean las costas de ese peculiarísimo escenario de la isla desierta.

Gracias a los poderes de la Magia Próspero sobrevivirá en la isla, y en ella criará a su hija, en espera del día en que pueda recuperar sus dignidades. Día que llega, doce años más tarde, cuando la tempestad causada por el mago Próspero escupe sobra la costa a los enemigos náufragos.

Nada impide que Próspero los decapite. Incluso podría antes torturarlos a piacere. Y dar así por realizada su venganza. Pero no. Aconsejado por el espíritu prínceps de su magia, Ariel, Próspero optará por el perdón.


El perdón 


¿Es el de Próspero un perdón religioso? No. Próspero aplica el perdón a modo de resolución de la historia. Este perdón es el final perfecto, pues cierra definitivamente la situación problemática.

En las tragedias shakespeareanas más emblemáticas, al igual que en la tragedia griega, la acción de los héroes perpetúa, en la cadena de las venganzas, el odio y la violencia. Un acto sangriento original genera nuevos derrames de sangre, y estos asesinatos, por el mecanismo de la venganza, dan lugar a otros y así siguiendo. En cambio, el recurso al perdón corta de cuajo la vorágine de acciones y reacciones; cual bálsamo aplicado a una herida, detiene la hemorragia. El perdón es más poderoso que la espada.

Insisto en la naturaleza no religiosa, sino lógica, de este recurso al perdón. No son los adversarios vencidos quienes piden clemencia. El perdón es otorgado, graciosamente, por el vencedor. Su mayor enemigo, Antonio, hermano de carne y sangre, ni siquiera agradecerá el perdón recibido. De hecho, no abrirá la boca. Como si hubiera desaparecido, el rol del personaje malvado termina en el momento mismo de su absolución. Y no porque se arrepienta ni cambie, eso queda claro. Tampoco habrá reconciliación entre los hermanos. La mera indulgencia de Próspero dispone las cosas de una nueva manera, por sí y ante sí.

El perdón es un acto que Próspero ejerce de forma voluntaria, arbitraria y unilateral. Nada más diferente del perdón divino. Estamos en el terreno del perdón humano, del humanismo que distingue al hombre de las bestias y también de los ángeles, para poner en sus propias manos las riendas de su destino. Si nuestros odios nos mantienen dentro de las garras del enemigo, la liberación no puede consistir en otra cosa que desasirse, soltar, dejar caer. El poder mágico del perdón consiste en desatar un nudo doloroso.

Tampoco se trata de una solución política, no se buscan alianzas. Próspero ya no necesita nada de sus enemigos y por eso los deja libres. Liberado él mismo de su destierro en la isla desierta, puede perdonar. Perdonar es un poder, que se está o no en condiciones de ejercer.

Cabe subrayar que este perdón no implica un olvido. Todo lo contrario: cada cosa es dicha y puesta en su lugar, se produce un ajuste de cuentas. Además, Próspero recupera el ducado. Los otros pueden seguir intrigando, que es lo que saben hacer.

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¡Líbreme Dios de la tentación de psicoanalizar una obra literaria! Sin embargo, me arriesgaré a señalar que el perdón de Próspero no es muy diferente de ese fenómeno que sucede en el psicoanálisis cuando de pronto alguien logra soltar añejos odios que lo mantenían preso y torturado en una tragedia que, finalmente, demuestra no ser tan suya como parecía.

Hay algo de imprevisto, mágico, milagroso, en la posibilidad de soltar amarras. Y esa liberación, ese nuevo estado de cosas, surge a partir de un acto muy preciso, una operación quirúrgica. El perdón, como acto, puede convertirse en ese corte que permite volver a barajar.

Perder enemigos puede ser una forma de liberación cuando el perdón logra ocupar el lugar de la venganza. Cuando el enemigo es derrotado por la magia del perdón, porque ésta lo vuelve inexistente.


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La lectura del poder liberador del perdón que hago aquí está directamente basada en los planteos de Hannah Arendt en “La condición humana”. Su noción de acto aparece referida en mi artículo “El acto masoquista”, publicado en este blog el 5 de diciembre de 2014. También aludo en esta entrada a la reflexión acerca del Hombre de Pico della Mirandola, noción desarrollada en el mismo artículo.

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